Desde la distancia de los ochenta pisos, todo allí abajo parece moverse despacio, y tan sólo los diminutos puntos amarillos en que se han convertido los taxis conservan algo del frenético ajetreo de la ciudad. Su constante movimiento transportando almas por las calles se asemeja al de los glóbulos rojos en nuestros arterias acarreando oxígeno para que la vida no se detenga.
Tras media hora aquí arriba, uno pierde la verdadera perspectiva del Mundo, quizás esto es lo que les sucedió a los dioses tras pasar la eternidad contemplándonos desde el cielo, y ya es hora de volver a mi realidad mortal.
Al volver al suelo, lo primero que hago es volver a mirar hacia arriba otra vez. El lugar donde estuve ya no existe, es sólo otro bloque más de hormigón y cristal. Los taxis zumban a mi alrededor y sus humos y bocinazos vuelven a ser insoportables. La ciudad me agobia, y sólo pensar que por treinta minutos pude aplastarla con mi pulgar me da algo de consuelo.