Mirar hacia abajo desde la azotea de uno de ellos debía de ser como asomarse al abismo del fin del Mundo. Pero vistos desde allí parecían muertos, se asemejaban a enormes caparazones de tortuga que su ocupante los hubiera abandonado. Incluso a las noches cuando las ventanas se iluminaban todo parecía artificial, como una postal retocada.
Pero aún así, allí sentado en aquel banco del parque, no podía apartar su vista de la gran ciudad envuelta en el silencio de sus millones de habitantes sólo roto por el paso de algún barco por el río.
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